Este es el pequeño rincón donde un joven amago de poeta intentará dejar plasmados sus sueños.
Mis versos se van, siguiendo cierto aire de amapola, pero seguirán vivos en: http://airedeamapola.blogspot.com/
martes, 24 de agosto de 2010
Cambio de dirección
En la vida, y más aún en la juventud, siempre hay cambios. Los cambios pueden ser buenos o malos. No podemos saber cómo van a ser hasta que los afrontamos. Pues bien, cambio la dirección del blog. El motivo es que la antigua dirección podría tener que ver con mis primeras publicaciones, pero hace mucho tiempo ya de eso. Cambién el título a "El Sueño del Poeta", pero me he convencido de que tampoco era un buen título (aunque el nuevo título es simplemente una metáfora del viejo). Así pues, conocidos los hechos y los motivos, he aquí la nueva dirección para todo aquel Soñador que me quiera seguir: http://airedeamapola.blogspot.com/
Pronto colgaré nuevos poemas y quizá algún relato.
Un saludo.
sábado, 26 de junio de 2010
Poemas al niño
Despedida del mundo
Las cosas pequeñas
Poemas de amor abandonado al mar
¡Qué bello el silencio!
Otro sueño...
Poemas al verso
lunes, 14 de junio de 2010
El Soñador II - Lunes
Llegué por fin. Un campo verde lleno de flores de todos los colores imaginables e inimaginables me rodeaba. Me dejé llevar por la ausencia del viento, me dejé caer… Pi-pi-pi-pi, pi-pi-pi-pi. El pitido de la alarma del móvil me desenterró de mis sueños. Era lunes. De nuevo. Alguna vez había pensado en cambiar ese irritante pitido por una canción, pero acabaría odiando la canción, así que no era buena idea. Me incorporé aún adormilado, rozando una última vez la almohada que tan dulcemente había sostenido mi cabeza soñadora. Me dirigí al armario. Pensé lo justo en qué ropa ponerme hoy. Lo justo para estar a gusto conmigo mismo. Me quité despacio el pijama, como si cada movimiento que ayudara a dejar atrás la noche me costara. Me vestí sin demasiadas ganas y fui a desayunar.
Salí de casa casi corriendo. Llegaba (como siempre) demasiado justo al instituto. Menos mal que estaba cerca de casa. O quizá debiera quejarme. Siempre que tenemos algo importante tan cerca de nuestras manos, no nos cabe en la cabeza que, de repente, pueda expirar. Y es que estaba tan próximo…
Llegué a clase justo cuando tocaba el timbre. La mayoría de mis compañeros estaban ya sentados en sus respectivos pupitres y la profesora por poco me cierra la puerta en las narices. Me apresuré a sentarme en mi sitio, mascullando un “hola” a mis cuatro amigos de siempre, siempre cerca de mí, mientras les dirigía aquella sonrisa (la misma que dirigía a los muñecos de nieve con botones de luces roja, ámbar y verde). La profesora ya había comenzado a hablar, pero yo pronto dejé de escuchar. No cerré los ojos (estaba en segunda fila justo en frente de la mesa de la profesora y hubiera sido demasiado descarado), pero volví a sumergirme en mi mundo. Me dejé llevar por la ausencia del viento, me dejé caer y arrastrar entre aquel campo esplendoroso. Olí las flores. ¡Qué alegre perfume guardaban todas entre sus pétalos (de mil y un colores imaginables y por imaginar)! Algunas sabían a fresa, otras a cielo abierto, despejado y azul, otras a la dulzura de la amistad, la pasión del amor e incluso alguna se atrevía con la nieve pura y blanca de la copa de una montaña.
-Señor Vallino, ¿está usted en clase? –preguntó la profesora con su característico acento catalán.
-Por supuesto –respondí con una sonrisa, interiormente irritado por el pitido de la alarma de esa voz que me había desenterrado de mis sueños.
-Entonces… ¿sería tan amable de contarnos algo sobre el teatro del siglo XVII?
-¿Siglo XVII? –pregunté, sin esperar respuesta, tan sólo se trataba de una cuestión que decía inconscientemente para tratar de ganar tiempo.- Eh… sí. El principal representante del teatro en el siglo XVII es Lope de Vega. Lo más característico de él es que rompe con toda la tradición dramática anterior, es decir, con las reglas impuestas por Aristóteles allá en tiempos de los antiguos griegos en su “Poética”. Lope de Vega crea lo que se conocerá como la “comedia nueva”, para la cual establece pautas en su libro “Arte nuevo”.
Toda la clase me miró, no sabiendo sin debían parecer asombrados aunque ya supieran anteriormente mis buenos conocimientos de la literatura. Alguno dijo algo así como: “¿Y tú cómo sabes todo eso?”, pues sabía que no había estado atendiendo. Yo respondí con una sonrisa. No una sonrisa de suficiencia o de arrogancia. Una sonrisa como la que le dedicaba a los semáforos, una sonrisa como aquella misma que pueda esbozar cualquier niño.
-Muy bien –dijo la profesora, intentando parecer indiferente a mi éxito, aunque en realidad le frustrara. Y continuó con su extensa charla sobre los recursos que utilizaba Lope.
De repente, estaba flotando en medio del Universo, en medio de una nada y rodeado de pequeños planetas y estrellas. Fui de uno a otro, admirando la belleza y simplicidad de unos y el calor y el radiante resplandor que dejaban expirar otras en su halo amarillento. Los acaricié todos con mis manos de cristal forjado en agua, con mis manos infinitas, de ternura y tacto infinito, que notaban como estos pequeños cuerpos se movían, se ondulaban, pasaban a ser lisos y suaves. Concretamente, en uno encontré a un misterioso hombrecillo.
Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii. La alarma del timbre que señalaba el final de la última clase del día me desenterró una vez más de mis sueños. Todos los alumnos al unísono (como si fueran marionetas dirigidas por hilillos invisibles) recogieron sus cosas, amontonándolas descuidadamente en el interior de la mochila y salieron rápidamente de la clase, como si quisieran perderla de vista rápidamente, mostrando en su rostro una sonrisa que significaba el éxito que sentía por haber terminado la jornada de clases. Yo me entretuve algo más guardando los libros con cuidado y ordenados. “Siempre el último” comentó uno de mis cuatros amigos (los de siempre) que se habían quedado a esperarme. Bajamos las escaleras, ya ausentes de veloces alumnos que emprendían la huida. Salimos fuera del instituto y, tras despedirme, comencé a caminar en dirección a mi casa.
Concretamente, en un pequeño planeta encontré a un curioso y magnífico hombrecillo. Acababa de salir el sol en el asteroide B-612 y Él se había levantado, se había acercado a depositar un beso entre los pétalos de su rosa, había arrancado los brotes de baobabs y había comenzado a deshollinar sus volcanes (incluso el que estaba apagado, pues nunca se sabía). Me quedé observándolo. Era maravilloso. Sus cabellos rubios se mecían como si danzaran armoniosamente en perfecta sincronía con la brisa que los recorría. Sus movimientos eran dulces, alegres, cálidos como juguetes de niños pequeños, y siempre llevaba en sus labios puesta una sonrisa (tan parecida a aquella que yo dedicaba a los semáforos… qué digo, ¡mucho más hermosa!). Desde luego, tenía la grandeza propia de un Principito. Me dispuse a acercarme a él…
¡PIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII!
domingo, 18 de abril de 2010
El Soñador I - Sábado
Así pues, salgo a la calle y empiezo a caminar. La nieve cruje bajo mis pies, bajo las suelas de caucho de mis mejores zapatos. No tardan en quedar empapados. Pero a mí no me importa. ¿Acaso puede ser mala alguna consecuencia de algo tan bello? Hasta una muerte sería hermosa…
Sigo caminando. Camino demasiado lento (no preguntéis por qué, la respuesta sería demasiado complicada), pero demasiado deprisa para las personas que se apartan a mi paso y me dirigen una mirada donde se funden estrés, cansancio, irritación y alguna palabra malsonante no llegada a pronunciar. Pero camino demasiado lento. Ellos no lo comprenden. Cualquier camino que no permita hacerlo todo, no es suficientemente rápido. ¿O es que podría cruzar el Universo siguiendo mis propios pasos?
No. Pero ellos no comprenden. Nunca aspiraron a poseerlo todo. O, según lo mires, a no tener nada. Nunca aspiraron a poder hacer cualquier cosa. A poder imaginar cualquier cosa. A soñar. A conseguir llamar a los sueños realidad y a la realidad, sueños. Con tan sólo imaginación, podría cruzar el Universo. ¿Se puede conseguir eso andando? ¿O quizá volando? ¿Acaso simplemente viviendo? No, posiblemente no me comprendáis.
Llego a una parada de autobús y me detengo. Cruzo los brazos. Odio tanto esperar… Al fin llega. Subo, pago el viaje y me dirijo hacia el final del vehículo. Allí están mis amigos, charlando alegremente sobre tonterías, cotilleos o anécdotas graciosas, en asientos azules no demasiado cómodos. Me ven y sonríen. Yo devuelvo la sonrisa, como siempre. Y me enfrasco en su conversación, abandono mi alma soñadora en un rincón de mi mente y me dispongo a ser el amigo bueno, amable y gracioso que a todos les gusta que sea. Me vuelvo uno más de ellos, aunque sea por un intervalo de tiempo y tan sólo aparentemente.
Llegamos a nuestro destino. Poco antes, habíamos pulsado el botoncito rojo de “STOP”, situado en la parte frontal de una barra amarilla que se encuentra a nuestro lado, sirviendo de apoyo a los pasajeros que no están sentados. El autobús se detiene, abre las puertas y nosotros bajamos, como si obedeciésemos a sus silenciosas órdenes secretas. Allí nos aguardan más amigos sonrientes que también esperan que les devolvamos la sonrisa. Más cotilleos, anécdotas, risas y, sobre todo, ningún sueño. Tan sólo pura y asquerosa realidad barata, de esa que tienen todos. Mientras tanto, sigue nevando y nosotros sólo podemos protegernos con nuestros abrigos, nuestros guantes y nuestros gorritos de lana. Estamos empapados. Pero tan dulcemente empapados que aún guardo las cenizas de aquel sabor en mi boca.
Os preguntaréis, si tanto me quejo, porque los acompaño. Yo también me lo he planteado. Al final, llegué a la conclusión de que me importan. Aunque sólo sea por contentarlos, vengo con ellos. Ya tendré mi tiempo para soñar en otros momentos. Quizá, tan sólo quizá, se esconda también algún motivo oculto. Algo así como que aún tengo esperanzas de que algún día me comprendan y aprendan ellos a imaginar también (aunque no creo que ocurra). ¿Acaso no soy yo el Soñador?
Después de tomar algún aperitivo en una cafetería para llenar el estómago, nos dirigimos a un bar (siempre es el mismo y siempre hay más o menos las mismas personas, pero yo no me quejo, a mí no me importa). Cruzamos la puerta y vamos a nuestro sitio de siempre, apoyados en la barra, mientras alguno mueve su cuerpo al son de la horrible música que suena demasiado alto. Entre copa y copa, van adquiriendo esa alegría primaria que da el alcohol y sus cuerpos cada vez se mueven con menos barreras siguiendo la música. Digo “ellos” porque yo no bebo. Aunque me insistan, sábado tras sábado. No me gusta. Modifica tu forma de ser, va anulando tu voluntad y, estoy seguro, tampoco te permite soñar. Los reduce a simples animales de la diversión. ¿No es algo espantoso? Yo estoy por encima de todo eso.
Van pasando las horas, conocemos a más gente y nos encontramos con otra que nos conoce o, en algunos casos, eso dice, pues ninguno de nosotros lo recuerda. Pero seguimos riendo sus estúpidas gracias alcohólicas. Ellos, porque también están “contentos”. Yo, porque voy con ellos y sé que eso les gusta.
Las horas van pasando, se va haciendo tarde y debemos marcharnos a nuestras respectivas casas. Salimos, con los oídos dolidos y la ropa apestando asquerosamente a tabaco por la vasta concentración de humo que había dentro. Nos despedimos y cada uno toma su camino, volviendo a coger el autobús que lo lleva a su casa. Yo monto con los dos mismos amigos que antes. Se bajan un par de paradas más allá de la mía. El bus se detiene de nuevo, sólo que esta vez donde hace unas 5 horas que subí a él (concretamente, en la acera contraria). Tras pulsar el botoncito rojo de “STOP” en la barra amarillenta, me bajo de él, despidiéndome de mis amigos, a los cuales dedico una última sonrisa antes de que el autobús vuelva a arrancar. Me encamino a cruzar un paso de peatones. No se distinguen las rayas blancas dibujadas en el asfalto gris pues todo continúa cubierto por el leve manto blanco. Sin embargo, lo distingo por el gigantesco muñeco de nieve con sus luces roja, ámbar y verde. Me da paso, parando a las intrépidas bolas de nieve, en un gesto de amabilidad. Se lo agradezco con una sonrisa (la misma que les dedico a mis amigos) y cruzo.
Continúo caminando hasta que llego a mi casa. Pulso el botón plateado del portero automático a cuya izquierda pone el piso y la puerta en la que vivo. Contestan. Apenas presto atención, sumergido de nuevo en mi propio mundo, y respondo con la misma fórmula de siempre: “Soy yo”. Suena un ruido metálico que me indica que ya puedo empujar la puerta y entrar. Avanzo hacia las escaleras y comienzo a ascender por ellas (nunca me gustó el ascensor), hasta que llego a mi piso. Llamo, me abren y entro. Me hacen las mismas preguntas que siempre, medio en broma, medio en serio: “¿Has fumado? Porque hueles mucho a tabaco.”, “¿Y has bebido?” Respuesta negativa a ambas (como siempre).
Cansado, me dirijo a mi cuarto y, una vez dentro, me pongo el pijama, amontonando la ropa usada y pestilente en la silla de mi escritorio. Me acuesto. Por fin llega el momento más mágico del día: la noche. Pero no la noche de alcohol y música. La noche de los sueños.
Bien, aquí termina mi historia. Sé que no os he convencido. Sé que no me comprendéis. Aún así, aspiro a que algún día alguien entienda la diferencia entre la sosa y triste realidad y los sueños felices y mágicos. Siempre puedo imaginarlo.
Y ahora que ya conocéis mi itinerario de todos los sábados, quizá recordéis que alguna vez me visteis (me distinguiríais tal vez por la estúpida sonrisa a los semáforos). Igualmente, por si a partir de ahora me identificáis en la calle, queréis llamarme y no acude a vuestra mente ningún nombre (pues no lo he dicho), sabed que yo puedo ser Tristane Mycek, Tristane o, incluso, Tris. También, el Soñador o el Ensoñado. Pues eso es lo que soy. Aunque intente cambiarlo esta cruel sociedad realista que se contenta con escuchar el murmullo del llanto de una pobre niña agazapada en una esquina. Aunque nadie me comprenda. Al fin y al cabo, ¿no podríamos ser todos consecuencias de alguien que imaginó demasiado?
martes, 30 de marzo de 2010
La Inocencia
Acababa de volver de la escuela, otra tarde más, y se puso a jugar con sus muñequitos de Playmobil de indios y vaqueros. Hoy tenía preparada una buena historia. Empezó desplegando todo el arsenal de “soldados azules” en un fuerte cuya empalizada de madera pretendía protegerlos de los astutos indios. Sin embargo, estos habían preparado una emboscada perfecta: obligarían a los soldados azules a salir del fuerte para atacarlos, vencerlos y apoderarse del fuerte. Los preparativos y el combate duraron una hora, durante la cual Lucas estuvo más presente en aquel mundo de vaqueros e indios que en la propia realidad. Al final, como estaba escrito (o, más bien, pensado por Lucas), ganaron los indios gracias a su astuta estrategia. Una vez más, pues siempre ganaban, para algo eran los preferidos del Gran Niño que los dirigía.
Finalizó el juego, pues, con una amplia sonrisa en el rostro. Una sonrisa que dejaba vislumbrar la tierna alegría de la inocencia y los sueños propios de la edad. Se dio la vuelta, por fin consciente del mundo que lo rodeaba. Su padre lo observaba con un brillo de nostalgia en los ojos que amenazaba con convertirse en alguna que otra lágrima.
-Yo también jugaba de pequeño a indios y vaqueros –dijo con voz teñida de añoranza, mientras se acercaba a sentarse junto a su hijo.
Lucas abrió mucho los ojos, con la cabeza alzada para poder vislumbrar el conmovido rostro de su padre. “¿Papá pequeño?”, pensó. No dudó en preguntarlo.
-Papá… ¿tú eras niño?
Este lo miró, enternecido, con una amable sonrisa en los labios.
-Por supuesto, todos lo hemos sido alguna vez.
Lucas se quedó asombrado y confuso. ¿Cómo podía ser eso? Bajó la mirada para dirigirla a sus indios, vencedores triunfales de la escaramuza y, posteriormente, a los soldados azules, derrotados y desperdigados sin orden.
-En… Entonces… ¿Mamá también? ¿Y la abuelita? ¿Y el abuelito? –su voz dejaba traslucir perfectamente su estupefacción.
-Claro, Lucas –contestó su padre con voz dulce.
Este volvió a alzar la mirada para observar a su padre. Tenía una cuestión importante en la mente.
-¿Y por qué ahora sois papás y abuelitos? –preguntó, cada vez más desconcertado.
-Hemos crecido. Todos crecemos, día tras día, y dejamos de ser niños para convertirnos en papás y, después, en abuelitos –contestó su padre, cuya voz se había adquirido de nuevo un tono que delataba la nostalgia de su niñez.
Lucas bajó la mirada de nuevo. Sintió cómo le clavaban una puñal por la espalda. Pero no uno normal. Uno de esos hechos solo de palabras, de los que más duelen, de los que no hacen sangre roja y banal, visible, sino que hieren adentro, muy adentro, donde muchas veces ya no hay posibilidad de cura. ¿Crecer? ¿Dejar de ser niño? Eso sonaba muy mal. Los papás siempre andan trabajando de aquí para allá y nunca tienen tiempo casi siquiera para descansar. Los abuelitos son más mayores aún y no juegan con los niños o, si lo hacen, es poco. Pero, desde luego, nunca ninguno solo, como acababa de hacer Lucas esa tarde.
Las lágrimas empezaron a caer a raudales por su mejilla. Su padre, al verlo así, exhaló un suspiro y lo abrazó contra su pecho. Mientras, las lágrimas también se escapaban de sus ojos, a un tiempo conmovidas por su nostalgia y por la visión de su pequeño niño llorando por haberle sido revelada una de las verdades más duras de esta vida: todos dejamos un día de ser niños.
Sin embargo, a Lucas aún le quedaban fuerzas para alzar la mirada una vez más, ahora nublada y llorosa, hacia el rostro de su padre y hacerle otra pregunta que este no habría de saber responder.
-Papá… cuando sea mayor, cuando sea papá y, después, abuelito, ¿quién jugará con los soldados azules y mis indios?
Después de esta última pregunta sin respuesta, se quedaron en silencio. Abrazados, padre e hijo derramaban lágrimas juntos, sentados en el salón, ante el desolado campo de soldados azules vencidos, junto al fuerte cuya conquista aún celebraban los indios. Pero una cosa estaba clara: Lucas ya nunca volvería a ser el mismo.